Elección, capítulo uno

18 de septiembre. Llegada.

Andaba a paso rápido sin saber a dónde iba. La noche había entrado hacía horas y estaba agotada. Pero tenía que escapar, que irme lejos. Debía haber alguna salida en esa maldita ciudad donde las calles eran oscuras y estrechas.

¿Por qué? Me pregunté a mí misma, ¿por qué yo? ¿Por qué otra vez? Mi cabeza iba a estallar.

Mi falda estaba manchada y mi camiseta parecía más negra que blanca. Me había pasado la tarde corriendo, buscando una salida, pensando qué hacer. Pero no se me había ocurrido nada, para ser sincera. Tal vez podía coger un taxi e irme a un pueblo, robar un banco y luego... podía irme en avión a… ¿dónde? El continente no era muy grande, se componía por su capital y una veintena de pueblos. Y yo había estado en casi todos. Vivíamos tan solo 200.000 personas, el resto se habían extinguido con los séptimos plegamientos. En la ciudad era donde guardábamos la tecnología, la comida y el agua. Las tres cosas más importantes e impredecibles para la vida del hombre. 

Me senté en un banco de un parque que había encontrado. Todo estaba oscuro y me daba muy mala espina.

De pronto escuché la sirena de la policía y antes de darme cuenta el coche se paró ante mí y un hombre salió de él.

-¿Es usted Sarisha? –Me habían encontrado.

-Eh... no... -balbuceé.

-Mentir a la policía es un delito.

-Ah... ¿qué bien no? –No iba a ceder, no quería irme.

-Sarisha tengo una foto suya... espera que se la enseño... –dijo buscando en sus bolsillos. Luego me la enseñó. Era la foto de carnet que tuve que hacerme para la matrícula del instituto. Mi  pelo rubio estaba recogido en una coleta que me llegaba hasta la cadera, mis ojos azules brillaban y mi sonrisa era perfecta.

-Eh... ¡anda pues resulta que soy yo!

-Métase en el coche, voy a llevarla a su casa. Sus padres están muy preocupados, me llamaron hace horas. 

-Ahora están preocupados –Dije enfadada.

Tardamos al menos quince minutos, había mucho tráfico y además el policía no era lo que podía decirse un gran conductor.

Mi casa era pequeña. La fachada era de color celeste y los marcos de las ventanas blancos.

Mis padres salieron corriendo a recibirme. Me bajé del coche y los miré enfurecida.

-Entra en casa Sarisha, tenemos que hablar. -En realidad mi madre había dicho: entra en casa Sarisha, se te va a caer el pelo.

-Gracias señor Hitlam –le agradeció mi padre.

-No hay de qué. Su hija es muy... rebelde. Será la edad.

-Ojalá.

-Buenas noches familia. –Se despidió el policía. Luego se montó en su coche y desapareció.

Entré en mi casa. Todo estaba repleto de cajas cerradas, tan solo el comedor estaba amueblado por completo. Me adentré en él y me senté en el sofá con los brazos cruzados en el regazo. Mis padres se sentaron a mi lado y comenzaron a hablar.

-¿Sarisha tú crees que es normal que te vayas sin decir nada en una ciudad que no conoces? ¡Podrías haberte perdido! –Me dijo mi madre con decepción en el rostro.

-¿Y vosotros creéis que es normal que me arruinéis la vida cada año?

-Sarisha es por mi trabajo, -dijo mi padre- la apicultura requiere movimiento.

-Papá cambiamos de ciudad cada curso, no puedo tener amigos de verdad ni una vida normal. Siempre voy con miedo de encariñarme con alguien para luego marcharme.

-¿Y qué vamos a hacer? ¿Vamos a permitir que te rebeles cada vez que quieras sólo porque no quiere mudarse?

-Tal vez haya una alternativa –dije-. Papá podría intentar que no le cambiaran de destino, tal vez así viviríamos siempre en el mismo sitio.

-¿Se acabarán así las rebeliones? ¿Las escapadas?

-Os lo prometo –les dije con una sonrisa. Yo solo quería tener una vida establecida en un sitio, no cambiar constantemente.

Me di una ducha rápida y seguidamente me fui a dormir. 

Cuando la oscuridad me sumía por completo y el sueño estaba a punto de vencerme una imagen muy vívida apareció en mi cabeza. Comencé a gritar sin poder remediarlo, no quería matar al hombre que estaba estrangulando, pero no podía dejar de hacerlo...